El fin de semana pasado vi la película británica Slumdog Millionaire, y tengo que admitir que me gustó bastante. La sinopsis, así en corto es: un muchacho indio que ha crecido en la más absoluta pobreza está de repente sentado en el plató de «Quiere ser millonario» optando al premio máximo. Las sospechas de que haya hecho trampa nos llevan a reconstruir la historia de su vida, en un episodio por cada pregunta.
La película es completa, épica, comprometida y trepidante. De hecho la combinación de comprometida + trepidante recuerda inevitablemente a Ciudad de Dios, aunque Slumdog Millionaire tiene vida por sí misma, y mucho más de lo que puedo contar. Cuanto más pienso en ella, más me gusta.
Resulta que otra de las cosas que tiene la película es su capacidad de incomodar a una persona occidental, de enviarle un latigazo diciendo que eso que estás viendo en la pantalla y que teóricamente pertenece a tu tiempo de ocio está pasando en alguna parte del mundo. Y piensas si se puede hacer algo. Y tabién piensas que está bien que den estas películas para mostrar eso.
(O precisamente el hecho de que las den en el cine, téoricamente en nuestro tiempo de ocio, ¿hace que nos insensibilicemos y que creamos que todo eso pertenece al mundo de la fantasía?
Todo esto no lo hubiese escrito de no ser por la conversación que tuve el lunes con mi compañero de oficina de Kenia, que dijo haber visto la película, pero que no le había parecido tan interesante porque todo eso de los niños en la basura ya lo había visto él en África.
La película apunta alto y seguramente será muy premiada – en el mundo occidental. ¿Servirá de algo? Me quedo con la siguiente duda: estas películas nos acercan y conciencian más sobre un mundo que se nos antoja lejano o ¿precisamente lo alejan más?